Los que me conocen saben que me gusta escribir. No me considero una gran escritora, sólo una aficionada que siendo estudiante utilizaba a la luna para contar el arte del estilo barroco o que los domingos escribía en un periódico local.
Afición que inicié de jovencita y que luego olvidé, aunque siempre tuve esa sensación de tener una cuenta pendiente conmigo misma.
Pero un día dejó de ser una afición no continuada y se convirtió en una necesidad, necesitaba escribir.
Escribir me alivia el alma, el dolor que intento que no salga al exterior a lo largo del día fluye con facilidad cuando cojo un lápiz. Ejercito así mi mente, mis manos y mis dedos. Libero mis miedos, mis temores, hablo de mis esperanzas, de mis amigos, de mi vida, de esa etapa en la que empiezas a convivir con los síntomas que hacen que examines cada día tu cuerpo intentando descubrir algo que no quieres ver. No hay manual de instrucciones que te indique cómo seguir entera a pesar de estar rota por dentro.
La enfermedad avanza y respondo bien a la medicación, pero necesitaba algo más, y eso lo encontré en la Asociación de Párkinson.
Tardé varios meses en decidirme. Me levantaba con la idea de que ese día tendría el valor de entrar. Pero al llegar a la puerta, algo me lo impedía, así que me volvía al coche, que por entonces aun podía conducir y esperaba. Me quedaba mirando esa puerta, entraba y salía mucha gente, pero yo en esos momentos solo veía la torpeza de movimientos, los temblores, las sillas de ruedas, los andadores… y sin querer llorar, las lágrimas caían sin más.
Al volver a casa, me preguntaban: “¿Has ido ya?” Y siempre contestaba lo mismo: “No, hoy no he tenido tiempo, iré mañana”.
Tenía toda la información de cómo era la enfermedad y de cómo convivir con ella, me sabía la teoría, pero me faltaba algo…
Cuántas veces habían tenido mis hijos que dejarme bloqueada en una esquina, e irse al colegio solos para no llegar tarde tras mi insistencia de que a pesar de no poder andar, me encontraba bien.
Necesitaba contener mi rabia, controlar mi tristeza. Tener la valentía de no derrumbarme ante mis padres, que ahora, cuando más me necesitaban volvían a preocuparse por mí, sabiendo que por cada día que ellos me viesen mal yo les quitaba algo de vida a ellos.
Poder mirarme cada día en el espejo y viese lo que viese lo que esta enfermedad me iba haciendo no derrumbarme.
Así que llegó el día que me armé de valor y traspasé esa puerta donde ponía Asociación de Párkinson. No lo vivas solo.
Fue a partir de aquel momento cuando empecé a asumir lo que tenía. Al principio sólo iba de vez en cuando a recoger información. Aun tardé varios meses para ir a una charla. Entonces ya no vi solo sillas de ruedas, ni andadores, descubrí que aquellos a los que no quise mirar eran los que más me enseñarían a vivir con la enfermedad.
No soy especial, soy una de la miles de personas con la enfermedad de párkinson que ha decidido luchar en primera fila, con o sin apoyo de instituciones, con o sin de medios de comunicación, con o sin famosos ni personajes públicos importantes, que tristemente parece que es lo que hace falta para que se nos tenga en cuenta.
La Asociación es la que me ha enseñado a decidir cómo vivir esta enfermedad, la que gracias a las terapias de prevención y rehabilitación se lo estoy poniendo difícil, a encontrarme mejor física y psíquicamente. A ser una guerrera dispuesta a ganar batallas a la enfermedad de párkinson porque en mi mano, temblorosa o no, siempre habrá una espada, dispuesta a luchar, y a no dejarse vencer.