• “Tengo un máster en dolor”

    Hace cuatro años, Miguel Ángel Molina era un joven ‘cuarentón’, funcionario, padre y deportista, que disfrutaba de una vida cómoda con su familia. Pero los dolores de espalda, cada vez más frecuentes, lo llevaron al quirófano para operarse de una hernia que tenía diagnosticada desde los 30 años. Hoy sufre dolor crónico; tiene una discapacidad del 60%; está incapacitado para trabajar; toma opiáceos a diario; se ha separado y las pocas veces que sale a la calle tiene que elegir entre la faja, el andador o la silla de ruedas, dependiendo del día y la distancia.

    “No sé lo que es estar sin dolor”

    A Miguel Ángel Molina le encantaba su trabajo en la Facultad de Enfermería de Albacete, que compaginaba con su pasión por la escritura. Ahora su día a día transcurre entre dos decisiones, mitigar el dolor y estar zombi o reducir los analgésicos y no poder ni sostenerse en pie. En estos últimos cuatro años se ha dado cuenta de que “no sé lo que es estar sin dolor”.

    Así, invitado por sus compañeros de la Facultad de Enfermería, este mes de abril daba una conferencia a los alumnos. Advertía con su intervención que la vida es impredecible. Él salía de la facultad como secretario del decano, para operarse, y regresaba como conferenciante para decir: “Tengo un máster en dolor”.

    En el siglo XXI no hay solución para cualquier dolor, a pesar de causar un sufrimiento tan invisible como difícil de llevar. Los pacientes se quejan de que, cuando el médico, ya sea el neurólogo, el neurocirujano, el médico de Familia o el anestesiólogo, se rinde, le pasa el paciente al psiquiatra. El paso a Salud Mental no merma el dolor, pero supone cierto alivio porque el sufrimiento agota y deprime. Sin embargo, en todos los pasos anteriores pocos son los que empatizan o incluso los que dan credibilidad a los síntomas.  

    Y es que primero llega el dolor y, con el tiempo, cuando no se va, se lleva la salud mental consigo y junto a ella, el círculo de amistades e incluso a la familia.

    El paciente inicia un calvario, un vía crucis con un sinfín de estaciones, de especialista en especialista, que lo llevan en una montaña rusa de sinsabores. Miguel Ángel Molina llegó a pagar 20.000 euros para una segunda operación de espalda que lo dejó igual que estaba.

    Hoy, este paciente crónico tiene un diagnóstico: síndrome de espalda fallida, lo que, de momento, lo condena a un dolor persistente.

    “Escuchar es el mejor tratamiento que conozco”

    Sin embargo, Miguel Ángel Molina, el funcionario que regresó a la facultad como paciente, no pidió a los alumnos de Enfermería una solución para su dolor. Se ha limitado a explicarles que “escuchar es el mejor tratamiento que conozco”. Les ha pedido que sean empáticos y “que no prejuzguen a nadie”. Porque en su periplo por las consultas este paciente se ha encontrado de todo, desde quien negaba su dolor e insistía en darle el alta, hasta quien ha reconocido que dolor invisible causa un efecto dominó en el paciente que acaba con su salud física y psíquica, con el trabajo y la pareja.

    Con 49 años, Miguel Ángel Molina, atendía la llamada de Diario Sanitario tumbado en la cama pasada la una de la tarde. Su objetivo de la mañana era elegir entre la faja, el andador o la silla para ir a recoger a sus hijos.

    No ha perdido la esperanza porque se define como “peleón”, pero convivir con el dolor ha llegado a un punto que preferiría no volver a caminar con tal de que desapareciera de su vida.

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