Continuaré hoy con mis columnas de tinte histórico en Diario Sanitario. Lo hago recordando la polémica de hace unos meses en el día de la celebración de la fiesta nacional, el día de la Hispanidad, una efemérides que debería ser inolvidable para cualquier habitante de Occidente y especialmente satisfactoria para aquellos nacidos en la vieja piel de toro, cuyos antepasados de una u otra forma estuvieron implicados en el descubrimiento del Nuevo Mundo y posterior expansión y mestizaje de los europeos por toda la extensión del inmenso continente americano, desde la Tierra de Fuego hasta Alaska. Una hazaña incomparable, que quizás solo encuentre parangón en las gestas homéricas, trufadas de islas remotas, peligrosas sirenas, vellocinos de oro, animales desconocidos o marchas desesperadas en mitad de un territorio hostil. La diferencia es que lo de los helenos fueron casi siempre leyendas, ficciones noveladas pensadas para excitar la imaginación de sus compatriotas y el orgullo de su estirpe, mientras que lo de los españoles en América, sus aventuras allende los mares, tantas veces trágicas o abusivas, pero siempre desmesuradas y heroicas, fueron hechos muy reales. Y perfectamente documentados, porque quizá uno de los datos más sorprendentes de la Conquista fue que allá donde hubiera un aventurero o un soldado, por lejano o difícil que resultara el territorio, junto a él viajaba siempre -además de un sacerdote- un veedor de la corona, que daba fe de lo acontecido y ejercía de notario de la expedición. Igual de sorprendente resulta observar como quinientos años después y en la misma tierra que alumbró semejantes héroes, año tras año los ignorantes y los oportunistas de la política se empeñan en negar el valor de la conmemoración de ese día. Esta idiosincrasia tan particular de los españoles explica cómo ha sido posible olvidar Otumba, a Balboa o a Almagro, y por tanto no debería sorprendernos que Andrés de Urdaneta sea desconocido incluso para la mayoría de los que tuvimos la fortuna de estudiar bachillerato antes de la terrible LOGSE. Sin embargo, se trata, como ya escribí en mi primera columna, de uno de los grandes héroes de nuestro pasado. Desvelada su identidad, es preciso terminar de contar su increíble historia. Tras casi una docena de años defendiendo el pendón de Castilla en las Islas de las Especias, los escasos españoles supervivientes de la expedición de Loaísa fueron informados por sus contenientes portugueses que ambas coronas había alcanzado un acuerdo por el que España cedía la completa posesión de las islas Molucas a los portugueses. Así que cabizbajos y no sabemos si muy de acuerdo con la decisión de su rey, embarcaron en navíos portugueses y regresaron a la península. Urdaneta no lo hizo solo, sino acompañado de una hija mestiza, engendrada entre tantas batallas y exploraciones en aquellas lejanas islas. Además de a su hija, Urdaneta trajo de aquel viaje grandes conocimientos de navegación, tomados del tiempo que compartió con Elcano y de los muchos años pilotando las aguas del Sureste Asiático. Tras un breve periodo en suelo europeo, nuestro héroe decidió probar fortuna en el Nuevo Mundo español y se embarcó hacia las Américas, dónde obtuvo algunos cargos de mediana enjundia. Sin embargo, algo trascendente e interno debió suceder en su vida, porque ya en la madurez de sus 45 años, Urdaneta decidió tomar el hábito agustino y enclaustrarse en un convento de la orden. Aquí podrían haber acabado las aventuras del explorador vasco, uno más de entre tantos miles de españoles con vidas inauditas en aquellos siglos, pero la Historia tenía mayor gloria reservada para Andrés de Urdaneta y esta le llegó de nuevo a través de un mandato real. Eran ya los tiempos de Felipe II y aquel en cuyos dominios no se ponía el sol, primer rey ibérico que nunca dirigió a sus tropas en el campo de batalla, pero sin duda un hombre hábil en lo político, decidió retomar de nuevo el problema de las especias y el menoscabo económico que a la Corona le causaba el monopolio portugués de su comercio. Esta supremacía de los lusitanos se basaba en una imposibilidad geográfica y otra política. La política había nacido en el Tratado de Tordesillas, de 1494, e impedía a los españoles navegar hacia el oeste desde sus posesiones en las Islas Filipinas, donde esperaban hacerse con especias similares a las de las Molucas. La solución natural era navegar hacia el Este desde Filipinas para, sin violar el tratado, poder alcanzar España haciendo estación en las posesiones americanas de su reino. Pero ahí Felipe y sus estrategas enfrentaban la imposibilidad geográfica: después de más de un siglo intentándolo, nadie había nunca conseguido navegar hacia el Este el océano Pacífico. El Pacífico, la mayor extensión de agua de nuestro planeta, había sido descubierto por Balboa en 1513 y navegado por los infatigables españoles hacia el oeste muchas veces desde los tiempos de Magallanes y Elcano. Era tal el conocimiento de este océano por los navegantes de la corona, que durante muchos años esta increíble extensión de agua fue conocida como “el lago de los españoles”. Y aunque larga y peligrosa, los navegantes castellanos sabían que la travesía era posible desde la costa oeste de Méjico hasta Filipinas, pero por el contrario nadie nunca había conseguido realizar el trayecto de vuelta, porque las corrientes y los vientos desfavorables lo impedían. Sin embargo la imposibilidad geográfica no parecía convencer al rey Felipe, quien despachó un correo secreto al Virrey de Nueva España ordenando que pusiera al mando de una expedición hacia Filipinas al mejor navegante de las Américas. Y daba un nombre: el de Andrés de Urdaneta. Debió ser interesante ver la cara del virrey cuando sus informadores le comunicaron que aquel, uno más de entre tantos aventureros y buscavidas en el inmenso territorio bajo su mando, era ya y desde hacía años un fraile que mostraba total indisposición a dejar sus hábitos por mucha orden real que existiera. Desconocemos los argumentos que empleó el virrey, pero probablemente fueron convincentes y quizá no del todo educados, porque tras negociar como único pago a su misión el monopolio de su orden agustina en la catequización de las tierras Filipinas -que ahora ya sí por fin iban a quedar bajo el dominio total de España-, Urdaneta aceptó ponerse al mando de esa misión diríase que suicida. Contó para ello con su paisano Legazpi, quién tenía el objetivo de ir para quedarse, mientras Urdaneta tendría que volver. Aunque ambas misiones se antojaban en aquel entonces de altísimo riesgo, la segunda parte –el tornaviaje del Pacífico- constituía un hecho nunca antes conseguido. Lo que sucedió es Historia con mayúsculas, aunque desgraciadamente pocos españoles la conozcan. La expedición alcanzó Filipinas y Legazpi tuvo éxito en la colonización de aquellas islas, que ya eran nominalmente, pero no de facto, posesión española desde los tiempos de Magallanes, y que se mantuvieron parte de España casi cinco siglos más. Urdaneta, al mando de un único barco de vuelta, consiguió alcanzar de nuevo América, culminando con éxito el tornaviaje. Lo logró utilizando su intuición y sus conocimientos sobre las mareas de aquella zona en la que no en vano había pasado once años de su vida hacía ya tanto tiempo. La solución al problema imposible era sencilla pero genial: en vez de navegar directamente hacia el Este, el agustino ascendió al Norte y desde allí, a la altura del Japón, viró hacia levante para aprovechar las corrientes favorables de las que había oído hablar algunas veces a los indígenas de aquellas tierras. Manejada con mano firme, su nao alcanzó las costas del norte de California (hoy EE UU), ciento treinta días después, el 8 de Octubre de 1565, culminando el tornaviaje imposible, 7.644 millas navegando por una ruta desconocida, la singladura más larga jamás realizada hasta entonces por embarcación alguna. Este viaje instauró desde entonces y para siempre una ruta marítima que aún perdura, y que fue también la que durante tres siglos recorrió incansablemente el Galeón de Manila, que conectaba Filipinas con Acapulco, desde donde las riquezas de China y el sudeste asiático pasaban a los puertos españoles de la costa atlántica americana para ser distribuidas finalmente a todas las cortes europeas.
Urdaneta cumplió y volvió a su monasterio. Murió allí pocos años después. También la Corona hizo honor a su palabra y fueron agustinos los monjes que catequizaron Filipinas, hoy uno de los países con mayor número de católicos en el mundo, y una excepción cristiana en aquella región de Asia. La vida de Urdaneta fue increíble, y es muy desconocida, también en su propio país. Quizá ello incomodara al Andrés grumete que se embarcó con Loaísa, pero no creemos que importara mucho al Urdaneta ya anciano que contemplaba el mundo desde su celda, una vez completado el tornaviaje. En cualquier caso, sirvan estas líneas como homenaje a aquel marino excepcional y a los hombres que como él sembraron la Historia de hazañas increíbles, la mayoría de forma anónima, en la maravillosa Época de los Descubrimientos.
Posdata- un país que no reconoce a sus héroes es un país bien triste. Desmerecer las hazañas de nuestros antepasados por juzgarlas con los criterios morales o legales de nuestro tiempo es, además de injusto, muy ignorante. He leído en días pasados críticas hacia la reina Isabel de Castilla por parte de políticos que se dicen progresistas, algo sorprendente porque ¿alguien puede mencionar otro personaje más progresista en su época que Isabel de Trastámara?: joven rebelde y audaz, alma renacentista, gobernante generosa, reina en un mundo de hombres y, como todas las mujeres, con la intuición suficiente para ver más allá de los mares lo que los demás no eran capaces de vislumbrar.