• Enjaretando el Molar, caminar da fuerza

    El Autor

    Rigoberto López Honrubia

    Profesor de Psicología de la Salud en la Facultad de Enfermería

    La primera energía que se siente al andar es la propia, la del cuerpo en movimiento. No se trata de una explosión de fuerza, sino más bien de una irradiación continua y sensible. Una última fuente de energía son los paisajes. Todo ello traslada, arrastra, nutre.

     Gros, Energía.

    Subimos en el coche hasta el collado de La Peña del Roble. Nos pertrechamos e iniciamos el camino cuesta abajo y  seguimos recto entre pinos, bajos y hábiles para guindarle a Manu su bastón sin enterarse hasta que llegamos a La Casa de los Clérigos. Como el nene va despierto, decidimos volver otro día a buscarlo. Y comprobamos como los curas siempre han sabido buscar enclaves para entrar en onda con sus dioses.

    Dejamos atrás una fuente y seguimos el camino que nos lleva al arroyo de los Charcones, repleto de cantos rodados y enseñándonos su fondo que nos parece mentira que fuera el mismo que solo unos días antes nos lo puso difícil para vadearlo. Comenzamos la subida teniendo como orientación las molinetas que ventean en lo alto, ¡es la primera subida!, me susurra el mantenedor del nene, y en su tono me parece que hay gato encerrado.

    Florece el campo, romeros, aliagas, y hasta un hongo chisquero que nos dispensa una pequeña parada para observarlo. Como si de tiralíneas se tratara, comenzamos el descenso, ahora por monte bajo, ahora entre almendros nevados vigilados por un cuco. Nos dirigimos hacia el próximo collado, entre pinos, que nos subirán al Molar. Tres jabalíes, espantados por nuestra presencia, ponen tierra por medio valle abajo. Desde la cumbre, a tiro de piedra en un segundo plano El Naranjo, que protege las espaldas de Santa Ana; al este, en el fondo, en un claro entre pinares, La Herrería, y más cerca la aldea de El Molinar; al norte El Valero, La Casa de Los Clérigos en uno de los mejores palcos, y la imponente Peña del Roble, guardiana de la sierra.

    El viento que sopla y las espaldas sudadas nos quitan las ganas de explorar unas cuevas que quedan frente a nosotros y buscamos un abrigo para merendar, (amburguesa de carnes y setas, tomate, combro, habas, pastel de plátano, chocolate, vino garnacha de Alpera con un poquito de madera). Repuestos, iniciamos la bajada por él cortafuegos, y un traspié que me activa la adrenalina, me conciencia de la fragilidad del ser humano, aunque no llego a caer. Bajamos al Valero y cerca de las eras subimos al cerro de molinetas que lo franquea, bajamos al arroyo de los Charcones e iniciamos la subida en dirección a la Peña del Roble.

    Varias cabras cruzan el camino por el que subimos embobamos con un impresionante cielo rojo, y hasta descubrimos nuestra primera flor de gamón de la temporada, aflolelus, que me recuerda cuando de niño iba por gavillas para los gorrinos. Ya oscurecido en la aldea del Roble, nos paraliza la imagen de una pareja de sapos, fu fu, enjaretados, el macho bastante más pequeño que la hembra, subido en su espalda que, probablemente removidos por las últimas aguas, buscan desovar en alguna charca. Varios más nos apremian a tener cuidado y no causarles molestias.

    Ya en Argamasón, en la Rosa del Azafrán, repetimos con las patatas y los higadillos, ¡de escándalo!. Y la consulta del nene: 600 metros de desnivel. 4 horas, 14 km y pico.