• Jaque mate a la estupidez

    El Autor

    Antonio M. Ñúñez-Polo Abad

    Abogado

    Los pelos como escarpias. Así me he quedado cuando he escuchado en la radio que José Luis Cordeiro, profesor de la Singulary University ha afirmado en un curso en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander que en el año 2045 la ciencia habrá conseguido que los seres humanos seamos inmortales.

    El deseo de inmortalidad está unido a la historia misma de la humanidad. El hombre nunca se ha resignado a pensar que nuestra existencia carece de sentido y, al comprobar que la muerte nos visita de manera indefectible a todos sin excepción, encontramos consuelo en metáforas místicas, religiosas o incluso metafísicas apelando a la inmortalidad del alma, el cielo y el infierno, el paraíso, la reencarnación o incluso a algún nombre comercial de tanatorios o servicios funerarios (la siempre viva), en definitiva, nos consolamos con cualquier manifestación que nos lleva finalmente a rebelarnos contra nuestra compañera inseparable y predeterminada desde el mismo momento del nacimiento o incluso de la concepción, la muerte.

    Fotograma de la película «El séptimo sello».

    Sin duda habrá mucha gente que se alegre con el descubrimiento puesto de manifiesto con el profesor norteamericano. Vida eterna, o sea, eternos banquetes, eternos paseos, eternos nietos, bisnietos y requetetataranietos, eternos cuñados y suegras, eternas deudas, eternos políticos, polvos y matrimonios eternos. Pues allá cada cual, pero a mí eso de la inmortalidad me parece una mierda. Lo que hace precisamente que la vida sea apasionante es su carácter efímero, su fecha de caducidad. La vida sin muerte no es vida, una eterna existencia sería inane, aburrida, desapasionada, sin valor y sin miedo. Seríamos un mueble, un ladrillo, una piedra, un fósil eterno y soporífero.

    El día que la humanidad se entere de que la muerte no es otra cosa que el capítulo final de la vida, de que sólo se muere cuando antes se está vivo, de que todo ser que nace, o sea, todo ser vivo, para serlo tiene que morir, ese día sí que habremos experimentado un avance sensacional en el razonamiento filosófico. Se puede vivir más tiempo y en mejores condiciones, esto sí que es magnífico, pero no se puede dejar de morir. Desde que nacemos nos estamos muriendo, a ver si nos enteramos.

    Pero es que, además, esa supuesta inmortalidad no nos puede llevar nada más a la extinción de la especie, a la muerte masiva. Ya lo describió José Saramago en su novela “Las intermitencias de la muerte”. En el momento en que llegó un día en el que nadie moría, paradójicamente la humanidad firmó su sentencia de muerte como consecuencia de una explosión demográfica absolutamente insostenible incluso a corto plazo.

    En definitiva, mientras exista la vida necesariamente existirá la muerte. Si desaparece la muerte, automáticamente desaparece también la vida. La muerte siempre nos visita a los vivos y sólo a los vivos y nos lleva en su compañía de manera indefectible.  Podemos jugar una partida de ajedrez con la muerte, como hizo Max Von Sydon en “El séptimo sello”, obra maestra del cine dirigida por Ingar Berman en 1957, pero es una partida en la que ni Von Sydon ni nosotros tenemos absolutamente ninguna posibilidad y, por mucho que nos esforcemos y por mucho que intentemos autoconvercernos de lo contrario (como hace el personaje durante toda la peli), no tenemos nada que hacer. La muerte siempre gana. Así es y así debe ser. Jaque mate, profesor Cordeiro.