La culpa es una emoción que, a menudo, genera un profundo sufrimiento en quienes la experimentan. Su naturaleza es especial, distinguiéndose de otras emociones porque está fuertemente influenciada por la mirada de los otros. Esta característica es lo que puede acabar generando malestar, a pesar de que, en su origen, es una emoción adaptativa como cualquier otra.
El componente social de la culpa
A diferencia de otras emociones, no tenemos un sistema biológico encargado de activarse y a cuyas manifestaciones llamemos culpa, como por ejemplo si pasa con el miedo. La culpa no es algo con lo que nacemos. Necesitamos que otros nos enseñen lo que está bien y lo que está mal, y a medida que crecemos, aprendemos a identificar y juzgar nuestras propias conductas en relación con las expectativas sociales.
Para que la culpa se desarrolle, se requieren dos elementos fundamentales: un sistema de valores que diferencie lo aceptable de lo inaceptable, y una conducta que se pueda evaluar en función de esos valores. La comparación entre nuestras acciones y las normas sociales puede dar lugar a la culpa, ya sea porque nuestras conductas son castigadas por el entorno o porque sentimos la tensión de no cumplir con esas expectativas.
Es importante entender que la culpa no es intrínsecamente negativa ni positiva. Esta clasificación de las emociones es común, pero no siempre adecuada. La culpa, al igual que otras emociones, tiene una función. Nos proporciona información sobre el posible daño que hemos causado a otros, lo que es esencial para nuestra integración en un grupo social. Este aprendizaje sobre conductas poco deseables es, en última instancia, beneficioso para nuestra convivencia.
¿Cuándo empieza a ser un problema?
A pesar de que la culpa no debería interferir en nuestro día a día ni afectar de manera significativa nuestra autoestima, veces lo hace. En ocasiones, en lugar de utilizar la culpa como una oportunidad para reparar nuestros errores, nos quedamos atrapados en un ciclo de autocrítica. Cuando esto sucede, puede dañar nuestra autoestima y llevarnos a una parálisis emocional. En lugar de responsabilizarnos y actuar, nos estancamos en la revisión de lo sucedido, lo que puede dejarnos dando vueltas sin encontrar la salida.
Otra manera sutil y más difícil de identificar, en la que dicha emoción deja de ser útil, es cuando no me acerco a aquello que quiero o necesito, con la finalidad de evitar sentirla. Por ejemplo, puedo no permitirme trabajar menos, porque he aprendido que ser productivo y darle prioridad al trabajo es algo muy deseable y si descanso me “siento mal”, expresión habitualmente usada de manera coloquial para referirnos a la culpa.
Con esta última estrategia, conseguimos salvar la distancia entre lo que hago y lo que tendría que hacer, la cual es generadora de culpa, ¡objetivo conseguido! Sin embargo, la contrapartida de esto se traduce en una discrepancia entre lo que hago y lo que me gustaría hacer, pudiéndose traducir en una fuente de tristeza, desmotivación, ansiedad etc.
¿Cómo gestionarla?
Un adecuado manejo de la culpa pasaría en primer lugar, por gestionar la voz crítica asociada. Es importante no limitar lo que somos a una determinada conducta, además de injusto es reduccionista. En su lugar, es interesante que pensemos si existe alguna forma de reparar, que es para lo que está pensada esta emoción. Si no la hay, siempre podremos traducirlo en un cambio de conducta en el futuro.
Por otro lado, es importante revisar nuestros aprendizajes de vez en cuando, ante estas creencias automáticas sobre lo que “deberíamos hacer” o como «tendríamos que ser”, puede ser útil preguntarnos si esto es nuestro, o lo hemos asumido como propio a través de experiencias, mandatos y recomendaciones…