De un tiempo a esta parte a mi mente viene con más frecuencia de la deseada, y como si de un refrán recurrente se tratara, la paradoja de la tolerancia. Pertenezco a la generación llamada ‘millennial’, aquella que creció reconfortada por la seguridad de la democracia, de la libertad y en una burbuja de felicidad que nos hacía pensar que el Estado de Bienestar y esa democracia eran un derecho consolidado.
La aparición de la COVID-19 ha venido a romper nuestras burbujas, a tambalear nuestras certezas y a reformular nuestras vidas. En este contexto, y para aquellos que pensamos firmemente que la vida es política, la entrada en escena de la ultraderecha hace que a diario me acuerde del filósofo austriaco Karl Popper.
Es como aquella película de Bill Murray, «El día de la marmota». En el microclima del confinamiento, la misma realidad se reproduce día tras día. El mismo escenario, los mismos actores, las mismas mentiras y un mismo pensamiento me aborda: «¿Si una sociedad es ilimitadamente tolerante, su capacidad de ser tolerante finalmente será reducida o destruida por los intolerantes?»
La libertad de expresión es el derecho a buscar, a recibir, a impartir y a difundir información. Incluye a cualquier medio, ya sea oral, escrito, internet y redes, prensa, formas artísticas… Sin embargo, como principio general la libertad de expresión no puede limitar el derecho al honor y a la reputación de los demás, no puede causar daños a otros y, por lo tanto, las injusticias que día a día aparecen como esa marmota que sale de la madriguera no pueden quedar impunes, ni ante la justicia, ni ante la sociedad.
Límite
En la vida, como en la política no todo vale, hay un límite. La mentira y la difamación son moralmente inaceptables por los daños que causan a las personas y por el especial peligro que en momentos de crisis sanitaria implican. No es tolerable que se arrojen bulos como el que esparce semillas a voleo sin mirar dónde caen, ni dónde germinan. Es un trabajo, además de poco productivo, altamente dañino para nuestra convivencia y para la democracia que tantas bocas patriotas llena en balde.
La rutina
Acepto, como todos los ciudadanos de este país, mi particular día de la marmota en ese microclima del confinamiento: teletrabajando a la par que mueves las lentejas y enseñas a tus hijas las reglas ortográficas; saliendo al balcón a las ocho de la tarde a aplaudir a los héroes con bata; celebrando cumpleaños virtuales; abrazando a mi familia con el corazón pixelado por la imagen a través del móvil… Sí, esto lo acepto. A esto me acostumbro porque es temporal, porque la finalidad es ganar la batalla al virus y porque no hay mal que cien años dure.
Crítica y oposición
Acepto la oposición y la crítica porque es lógica, natural y necesaria para la salud democrática. Pero lo que no acepto, a lo que no estoy dispuesta a acostumbrarme es a invocar a Karl Popper cada día, ni a plantearme cada mañana si para mantener una sociedad tolerante, la sociedad tiene que ser intolerante.
Porque el mundo necesita paz permanente y buena voluntad perdurable, sé que tarde o temprano saldrá el sol y el arcoíris, que tanto hemos pintado en estos duros días, brillará con fuerza. De la misma manera que estoy convencida que la razón terminará combatiendo la intolerancia y que el respeto y la humanidad terminarán imponiéndose a la difamación y la calumnia.