• Una pájara más que imprudente

    El Autor

    Francisco Martín Ros

    Médico de Atención Primaria

    Aunque este término, el de “pájara”, ya se utilizaba coloquialmente en el mundo del deporte, fue el ciclista Pedro Delgado quien popularizó esta desagradable sensación como “la que se experimenta cuando te golpea el tío del mazo”, describiendo certeramente lo que se siente cuando de manera súbita y en pleno esfuerzo físico te desaparecen las fuerzas.

    Contrariamente a lo que algunos podrían pensar es un cuadro de agotamiento muscular que raramente se acompaña de disnea o sensación de ahogo. Las funciones respiratorias no se ven comprometidas y aunque aparece taquicardia, ésta responde más al esfuerzo físico desarrollado que a una incapacidad cardio-respiratoria para mantener un gasto adecuado.

    Lo que de verdad describe este cuadro es la debilidad muscular que en los neófitos se acompaña de cierta sensación de extrañeza pues se presenta de improviso, sin síntomas sobreañadidos que pudieran darnos a entender un fallo orgánico a otro nivel.

    Desde un punto de vista fisiológico responde al agotamiento de las reservas de glucógeno y al desequilibrio hidroelectrolítico provocado por la excesiva sudoración y una hidratación insuficiente. Es, por tanto, un cuadro que se puede y debe prevenir, justo lo contrario de lo que hicimos un grupo de excursionistas a primeros de agosto de 2014 en una marcha a pie de más de 20 Km entre El Portús e Isla Plana, localidades costeras de la comarca de Cartagena.

    El primer error cometido fue, como puede adivinarse, la elección de la fecha. No es agosto el mes idóneo para hacer una excursión montañera y menos si hablamos del sureste peninsular donde temperaturas que sobrepasan los 40ºC son habituales. Añadamos a lo anterior la orografía del recorrido, perteneciente a la ruta GR-92, en la que se suben y bajan sin solución de continuidad cerros y montañas de desnivel medio y sin un solo arbusto que ofrezca la más mínima sombra, y entenderemos fácilmente que aquello se convirtió en cualquier cosa menos en una excursión placentera. Ya lo avanza el dicho: “Cartagena, monte sin leña, mar sin pescaos, mujeres p… y niños maleducaos”. Por cortesía retengamos sólo la primera parte del aforismo.

    El segundo fallo que tuvimos los intrépidos cinco aventureros consistió en el inadecuado material de avituallamiento

    El segundo fallo que tuvimos los intrépidos cinco aventureros consistió en el inadecuado material de avituallamiento: unas cuantas botellas de agua y unos bocadillos. Baste con decir que poco después del mediodía las provisiones de agua habían descendido alarmantemente y aún nos quedaban bocatas de jamón, lo que no hacía sino incrementar nuestro temor. Hubiera sido infinitamente más adecuado llevar frutas frescas, plátanos por ejemplo, frutos secos u otros alimentos que, aportando los nutrientes necesarios, agudizasen menos la sensación de sed. Afortunadamente, en la ladera de una de las colinas encontramos un tímido manantial de agua con dos inscripciones en la roca que no nos sacaron de dudas. En una decía “agua potable” y en la otra “no beber de esta agua”. A pesar de ello, y no sin temor, algunos combatimos la sed bebiendo en este manantial, dejando el agua embotellada para el resto de la jornada.

    Y el tercer y último error lo cometí yo solo. Obedeció a la vestimenta utilizada para tan sofocante jornada. Mi camiseta, aun siendo de manga corta, era de un tejido tan grueso que ya al comienzo de la caminata me apercibí de lo que iba a sudar aquel día. La alternativa, ir con el torso desnudo, la descarté de inmediato pues las consecuencias hubieran sido devastadoras para mi piel.

    A las dos de la tarde me vino a visitar el tío del mazo

    Aproximadamente a las dos de la tarde y en plena ascensión al cerro que da acceso a Cala Aguilar me vino a visitar el tío del mazo. Visita sin avisar y de las que toman asiento. Cuando apenas quedaban unos metros para coronar, me quedé literalmente sin fuerzas en las piernas, costando un horror que la pierna derecha sucediese en la marcha a la izquierda y viceversa. Era como si fuesen las piernas de otro sobre las que no tenía poder decisorio alguno. Un paso exigía un esfuerzo descomunal y tuve que agarrarme a un palo del que tiraba mi hijo para poder recorrer las decenas de metros que me separaban de aquella cima. El agobio se hizo patente cuando a mi impotencia para continuar con la ascensión se sumaba el desconocimiento del punto geográfico en el que nos situábamos y la falta de cobertura en todos y cada uno de los teléfonos móviles que llevábamos.

    Una vez en la desierta Cala Aguilar hicimos un alto en el camino que algunos aprovecharon para bañarse. Arribaron allí un par de piraguas procedentes de El Portús y tal era mi desesperación que me planteé pedirles que me remontaran enganchado a popa a cualquier punto costero civilizado. Las carcajadas de mis camaradas, además de demostrarme que ignoraban la seriedad de mi planteamiento, me hicieron acopiar algo de dignidad y olvidar el asunto. Reanudada la marcha, y a media tarde, avistamos un gran pino solitario que proyectaba una paradisíaca sombra bajo la cual me quedé profundamente dormido.

    Tras recuperar fuerzas y sentirme mejor pude finalizar la marcha, pero de aquella excursión, que iniciamos a las siete de la mañana y terminamos pasadas las nueve de la noche, guardo un recuerdo agridulce. En aquellas catorce horas, que a mí se me antojaron cuatrocientas, aprendí que una marcha larga y dura como aquella requería de una planificación detallada y que la elección de la fecha cobra vital importancia.

    Para terminar, sólo decir que en los días sucesivos ninguno de los que saciamos la sed en aquel manantial tuvo la menor indisposición. Se trataba, sin duda, de agua potable, pero no seré yo el que vuelva allí para dejar testimonio escrito en la roca de esta circunstancia.