• Noche de paz en el Perpetuo Socorro

    El Autor

    Antonio M. Ñúñez-Polo Abad

    Abogado

    Hace un frío que pela en la parada del bus. Dicen que con el cambio climático y el calentamiento global los inviernos no son lo que eran. Lo cierto es que, después de diez minutos parado y pese al cúmulo de ropa y complementos plumíferos y laneros, me estoy quedando como el mismo reguillo. Por fin llega mi bus, el de la línea E, el que me dejará en la misma puerta del Hospital Perpetuo Socorro.

    Va el vehículo abarrotado de gente. Jóvenes con medio pedo y mayores con medio catarro, todos, como las muñecas de Famosa, se dirigen a su portal, todos como los turrones El Almendro, volviendo a casa por Navidad. De fondo suena una emisora de radio en la que un pringado locutor anuncia que va a empezar el tradicional mensaje de Su Majestad el Rey (como no lo veo, me lo imagino pronunciando su discurso vacío con adusto traje y piernas cruzadas junto al Nacimiento de Salzillo).

    Llega el bus a la puerta del hospital. Al bajar, vuelvo a experimentar los efectos de la ciclogénesis explosiva, eso que toda la vida hemos conocido como frío de invierno (José Antonio Maldonado ha sido un innovador). Al entrar en el inmueble compruebo que no es incompatible con la Física un aumento de temperatura ambiente de más de veinticinco grados. Así se pillan los catarros.

    Al fondo del hall, me encuentro con un belén básico y clásico. La cueva, el Niño Jesús, la Virgen, San José, la mula y el buey. Un Nacimiento austero, pero con clase. Las figuras son grandes y de porcelana. Se adivina su adquisición en Albacete Religioso. Resulta palpable que los recortes de Cospedal han pasado a mejor vida, acabaron esos tiempos de sanidad tercermundista en los que los residuos de un ínfimo presupuesto obligaban a comprar las figuras plastiqueras en los chinorris.

    Me dispongo a llamar al ascensor. Junto a la máquina expendedora de bollería industrial observo un extenso grupo familiar de lo más pintoresco. Los jóvenes van ataviados con camisas de Kalan Boy, tejanos de pitillo y botas de vaqueros de rodeo. Ellas llevan el pelo recogido en una cola luciendo horquillas y pasadores policromáticos. La mujer más mayor va de negro, lleva puesto un delantal gris a cuadros, pantalón de chándal y zapatillas de esas de estar por casa. El hombre más viejo luce extenso bigote y un sombrero oscuro. Detrás de mí, un chaval me dice que los Gipsy Kings han tomado posesión del Sescam. Sin duda es un cachondo o, en el peor de los casos, un poco racista, pero esta noche todos somos buenos.

    El ascensor me deja en la segunda planta. Al salir, me llama la atención el olor del ambiente. Es un olor difícil de definir e imposible de ser reproducido en otro lugar. Al principio, parece una mezcla de alcohol, suero y medicinas varias. Transcurridos unos segundos, te invade otro olor agrio, rancio, en cualquier caso, desagradable. En ese momento te preguntas a qué huele realmente. La puerta que accede a las habitaciones no tiene manivela ni se abre automáticamente gracias a una cédula fotoeléctrica. No. Hay que pulsar un abridor incrustado en la pared, justo a la izquierda de la puerta. Un abridor vertical, rectangular y de color blanco. Un abridor de esperanzas infundadas.

    Localizo la habitación y entro en ella. Allí está mi abuela. Cuando la veo me doy cuenta de que soy un imbécil. A ver para qué coño le he traído una caja de bombones. Y es que la anciana está tumbada en la cama, alimentada con suero por vía intravenosa y sedada con morfina. Como para degustar los ferrero-rocher.

    Acerco mi boca a su mejilla y le doy un beso. Feliz Navidad, abuela (definitivamente, soy un gilipollas). No tiene fuerzas ni para contestarme. Entonces, me percato de su peculiar color de cara. Está pálida, pero no es una palidez propia de quien está enfermo, falto de defensas, infeccioso o anémico. Es una palidez distinta, peculiar. Es una palidez como cetrina, amarillenta. Una palidez que resalta las arrugas del rostro, las enormes ojeras y los labios resecos.

    Por mucho grado de imbecilidad que padezca, ahora me doy cuenta de todo. La palidez cetrina de mi abuela es la palidez del adiós, del final de una historia, la palidez de la reconciliación y el perdón, la palidez de la infinita inocencia, la palidez de quien ha sufrido y ha amado, de quien ha corrido y ahora se ha parado. Por cierto, el color de la pared de la habitación también es pálido cetrino. Todo a mi alrededor se torna pálido y cetrino en esta noche de paz y por fin salgo de dudas. Ya sé a qué huele.