• Cabrera, la isla del camillero de segunda

    El Autor

    Francisco Martín Ros

    Sin lugar a dudas, constituyó un privilegio vivir durante 5 semanas en la isla de Cabrera. Se cumplen ahora 30 años de mi estancia en aquella isla, en la que desempeñé la labor de médico en el último tramo de la mili, aunque en mi cartilla militar, que aún conservo, figure el empleo de “camillero de segunda”.

    Cabrera isla mapa

    La isla de Cabrera, situada a unos 12 km al sur de la de Mallorca, debe su nombre a la gran cantidad de cabras montesas que en ella hubo en tiempos lejanos. Durante mi estancia pude disfrutar del que es uno de los escasos parques naturales no explotados que quedan en el Mediterráneo. Dado que el trabajo como médico apenas me llevaba una hora cada mañana, pude recorrer la isla en toda su dimensión, conocer al detalle su geografía, su fauna y su flora, y subir a las ruinas del castillo construido en el siglo XV para defenderse de los piratas berberiscos que con frecuencia atacaban la isla.

    Una isla por 362.148 pesetas

    El primer señor y dueño de Cabrera fue el rey Jaime I de Aragón en el siglo XIII. Desde entonces pasó por diferentes propietarios hasta que en 1916 el Estado la expropió por 362.148 pesetas, instalando en ella un pequeño destacamento militar que sigue operativo en la actualidad. Durante mis días en Cabrera convivíamos veinte soldados, un sargento, un teniente -que era la máxima autoridad-, media docena de guardias civiles y un pagés, único civil de la isla que apenas se relacionaba con el resto.

    El muelle del puerto con las aguas más limpias y cristalinas que he visto nunca, constaba de un pequeño embarcadero de 15 metros de largo por 5 de ancho. En él, cada semana, atracaba la barca que, además de proporcionar las provisiones y el correo, constituía el único medio de transporte con la civilización. A ese embarcadero llegué el 1 de diciembre de 1986 y desde él abandoné la isla a primeros del año siguiente. Dios sabe que me encantaría volver a Cabrera, pero son tantos los permisos necesarios y los medios marítimos requeridos que, hasta la fecha, no me ha sido posible regresar a aquella maravillosa isla.

    Johannes Bockker

    Muchas y variadas son las anécdotas bélicas que tuvieron lugar en esta isla balear. Entre ellas destaca la del piloto alemán Johannes Bockker que se estrelló en sus aguas el 1 de marzo de 1944 tras ser abatido por un caza británico. Este piloto fue enterrado en la isla junto a la tumba de un pescador mallorquín ahogado tiempo atrás. Cuando comenzó a circular la leyenda de que el fantasma del piloto alemán se aparecía por las noches en la guarnición militar española, una delegación alemana exhumó sus restos y los trasladó a un cementerio extremeño donde estaban sepultados numerosos soldados alemanes muertos en la guerra civil. Sin embargo, se pudo comprobar posteriormente que el cadáver que trasladaron al camposanto de Cáceres no pertenecía al piloto alemán sino al pescador, por lo que el espíritu errante de Bockker seguirá deambulando todavía en las noches de Cabrera.

    La Guerra de la Independencia

    Pero el episodio de la historia que definitivamente marcó el devenir de esta isla tuvo lugar mucho antes, para ser exacto en la Guerra de la Independencia, poco después de la batalla de Bailén, que supuso la primera derrota de los ejércitos de Napoleón en tierras españolas. La espeluznante historia de los casi 14.000 franceses hechos prisioneros durante la batalla ha sido calificada por algunos cronistas como un auténtico campo de exterminio. Sea como fuere, la historia cuenta que en la batalla acaecida el 19 de julio de 1808 en Bailén, se enfrentaron 24.000 soldados españoles pertenecientes al Ejército de Andalucía, al mando del General Castaños Aragori, a más de 20.000 efectivos del 2º Cuerpo de la Gironda francesa capitaneados por el General Dupont de L’Etang. Tres días después, ambos generales firmaban las capitulaciones de Bailén en el cercano pueblo de Andújar, y en las cuales se acordó que todos los prisioneros franceses serían trasladados en una marcha a pie hasta Cádiz, lo que supuso la primera criba importante con un número elevado de muertos por agotamiento.

    Cabrera isla

    Una vez en Cádiz, de los prisioneros supervivientes a la marcha, unos 4.000 serían desterrados a las Islas Canarias -a la postre los más afortunados pues terminaron mezclándose con la población autóctona-, y el resto, entre 7.000 y 9.000 serían embarcados y repatriados a Francia, para canjearlos por prisioneros españoles. Pero desgraciadamente, los acuerdos no siempre se cumplen. Los presos franceses fueron encerrados en varios pontones fondeados frente a las costas de Sanlúcar de Barrameda, convirtiendo a aquellas embarcaciones -catorce naves españolas y tres británicas- en auténticas cárceles acuáticas que no terminaban de zarpar y en las que la falta de alimentos, la hacinación  y la inevitable aparición de disentería hizo que las autoridades españolas decidiesen trasladar dichos barcos lo más lejos posible de las costas de Cádiz a algún sitio donde no se pusiese en peligro a otras poblaciones del reino. Se decidió, entonces, que fuese la inhabitada isla de Cabrera la destinataria de estos pontones en los que los cadáveres se amontonaban ya por decenas.

    El cautiverio se prolongó cinco largos años hasta que se firmó la paz en 1814

    Hay documentos escritos de las calamidades que sufrieron los miles de prisioneros franceses que fueron dejados a su suerte en la isla de Cabrera una mañana del mes de abril de 1809. El hambre hizo estragos. Muchos murieron envenenados por ingerir plantas no comestibles como la cebolla albarrana o patata de Cabrera, y otros por hervir alimentos con agua de mar y beber el caldo resultante. Los más desesperados se tiraban por los altos acantilados para dejar de padecer y, como en otras situaciones límite, se dieron también casos de canibalismo.

    El cementerio de la isla de Cabrera

    La primera construcción que levantaron los franceses fue el cementerio, que se convirtió en el edificio más importante de la isla y del que aún quedan algunas ruinas. La comida que llegaba desde la cercana isla de Mallorca, casi siempre transportada por navíos ingleses, era escasa y sin cadencia alguna, unas veces por mal tiempo y otras en concepto de castigo por motín o intentos de fuga. Pronto desapareció todo lo comestible: cabras, conejos, insectos y reptiles. Los prisioneros, con el paso de los meses, se fueron separando en grupos: unos, los llamados “robinsones”, habitaban en las orillas de la isla viviendo de lo que podían pescar con procedimientos rudimentarios; a los más enfermos y a los que se volvían locos los llevaban a la cueva de los Tártaros donde finalmente fallecían. Por último, algunos mandos y oficiales se organizaron mejor y crearon una especie de poblado donde disponían de sal, minerales y utensilios de madera, y donde llegaron a plantar algunas semillas de coles. Incluso abrieron pequeñas granjas de ratas que les proporcionaron algo de carne.

    La cárcel mortal

    De cada 4 presos que desembarcaron en Cabrera sólo sobrevivió uno. Finalizada la guerra llega, por fin, el ansiado anuncio de libertad. Apenas 3.000 presos habían sobrevivido a aquella cárcel con forma de isla. De los prisioneros de la batalla de Bailén fallecieron, por unos u otros motivos, más de 10.000 franceses, en todos los casos en las condiciones más miserables y penosas que podamos imaginar. Al volver a Francia no es festejada su vuelta pues están bajo sospecha de seguir siendo fieles a Napoleón y no al nuevo rey de Francia, circunstancia que no hizo sino abundar en su desgracia.

    Vergüenza española y francesa

    Hoy día existe un pequeño monolito que rememora aquellos dramáticos hechos, para vergüenza de los españoles, pero también de los franceses, pues las crónicas cuentan que los prisioneros españoles en tierras francesas no corrieron sino un destino parecido.

    “Es preciso evitar las guerras en lugar de vencer en ellas, pues a menudo hay triunfos que, empobreciendo al vencido, no enriquecen al vencedor” (Juan Zorrilla de San Martín).

    En 1988, el Parlamento Balear inició el proceso de declaración de Cabrera como Parque Nacional Marítimo-Terrestre, que culminó en marzo de 1991.

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