• Los muertos existen, que no se olvide

    El Autor

    Carlos Llano Gómez

    Estudiante de Medicina

    Enciendo la tele y hay una periodista hablando. La curva, los ministros, los contagios, la pandemia, los respiradores, la crisis. Imagino el miedo que debe infundir en las personas a las que adjudican el título de pertenencia a grupo de riesgo. Pienso en toda la gente que conozco que ha perdido a alguien estos días y pienso, también, en mi propia experiencia con estos asuntos.

    Carlos Llano muertos

    Me viene una idea a la que, ahora recuerdo, le daba vueltas antes de que empezara todo esto. Era, en realidad, una toma de conciencia; la de que en medicina, en mi experiencia a lo largo de seis años de carrera universitaria, jamás nos habían hablado seriamente de la muerte. De que las personas se mueren. De que es normal y de lo que implica. Es tremendo, si se piensa: una institución, cuya condición de posibilidad es que la gente se muera, no habla de ello a quien se prepara para practicarla, salvo alguna excepción.

    Se menciona de refilón, casi a regañadientes. Se maquilla, como tantas otras cosas, entre porcentajes y números, camuflada con palabras o expresiones que cumplen bastante bien su cometido: desenlace fatal, fracaso terapéutico, tasa de mortalidad, exitus. La medicina científica moderna niega sus propios límites y convierte la muerte en algo que, básicamente, aparece por error; ya sea por omisión de tratamiento o por insuficiencia de este. Nos conformamos con explicaciones inexactas: pasó que no llegamos a tiempo, no se cuidaba, es que fumaba, y así. Los muertos, que son testigo directo o indirecto de toda actividad médica, se desvanecen de entidad real.

    Claro que, ni los profesionales a nivel individual, ni la medicina en términos generales, son enteramente responsables de esto. Es una actitud que forma parte de una dinámica sistémica mucho más amplia. Quiero decir, la muerte es un fenómeno natural y social, no sanitario. La esperanza de vida tiene fronteras; forma parte de la misma condición de estar vivo.

    Malabares para rechazar la finitud

    En realidad, es nuestra sociedad en global la que hace malabares imposibles para rechazar la finitud, a través de toda clase de rituales para la vida eterna, ya sea religiosa -iglesias y oraciones- o algo más laica (pero igual de devota) -gimnasios, operaciones estéticas y filtros de instagram-. Apartar del skyline urbano los cementerios y tanatorios o construir edificios donde se junta a personas cuya única característica común es su edad avanzada, también forma parte de esta particular corriente negacionista.

    Irreversible

    Morirse significa aceptar el fin. Supone hacerse a la idea de que alguien que estaba, ya no volverá a estar jamás. Esto nos coloca violentamente frente a la irreversibilidad de las cosas que ya han pasado. Lo que somos es, principalmente, los vínculos que nos han construido, las relaciones interpersonales de las que dependemos. Cuando alguien deja de estar, desaparece con él la parte de nosotros a la que daba forma. Pretender continuar siendo los mismos después de perder a alguien cercano es por eso una imposibilidad lógica. Se comprenden así el dolor, la tristeza, la rabia o la nostalgia, que, lejos de negativos, son imprescindibles. La razón es que, resumiendo mucho, nos ponen en una mejor disposición corporal y psicológica para aceptar la pérdida y elaborar los afectos. No digo nada nuevo. El duelo contra la ausencia nos sumerge en una sensación de irrealidad, como la que sentimos cuando tomamos plena conciencia de estar viviendo el tiempo presente. Cuando es normal, tratar de anularla con pastillas y tranquilizantes impide aprender y avanzar. Es muy duro, pero funciona así.

    1.172 muertes al día

    Con todo esto, resulta casi sorprendente que en España mueran varios cientos de miles de personas todos los años. En 2018, por ejemplo, fueron 427.721. Eso son unas 1.172 cada día. Habitualmente, solo llenan las portadas de los periódicos individuales y las ruedas de prensa cotidianas de familias y vecindarios. Solo ocasionalmente (en eventos inesperados, como catástrofes, atentados o pandemias) lo consideramos noticia relevante a nivel colectivo. Al menos, en nuestra tradición cultural, contamos con el Día de Todos los Santos, que de alguna manera viene a institucionalizar un lúcido recordatorio de que estar vivos se lo debemos precisamente a los muertos. Los ladrillos con los que se construye la historia, la pequeña y la grande, son, en realidad, incontables lápidas descoloridas.

    La muertes evitables

    Entonces, lo que nos queda en medicina es que hay que hacer todo lo posible por impedir las muertes sanitariamente evitables y atender especialmente las desigualdades sistemáticas e injustas que -como muestra la investigación científica- vertebran las causas de los decesos prematuros. Por lo demás, es imprescindible acompañar y paliar el sufrimiento cuando no sea posible curar. Estos enunciados desiderativos no tienen sentido si no se convierten en una contribución efectiva para garantizar unas condiciones dignas durante y al final de la vida. Interpretar el fallecimiento exclusivamente como un fracaso solo lleva a la culpa, la frustración y la desesperanza, con su trágica contraportada: encarnizamiento terapéutico y muertes solitarias en hospitales abarrotados.

    Carlos Llano muertos

    “Cien años de soledad”

    En la inmortal (esta sí) novela Cien años de soledad, que empieza y termina con un recuerdo, hay un momento en que el pueblo de Macondo es azotado por una especie de maldición que hace olvidar las cosas a sus habitantes. En un remedio imaginativo, estos se deciden a instalar carteles con anotaciones que les sirvan de recordatorio. Con el tiempo, la desmemoria colectiva progresa hasta hacer tambalear los conocimientos más básicos de su pequeña sociedad. Se hace necesaria una acción radical: en la calle principal del pueblo se instala un gran anuncio que recuerda: Dios existe. Que no se olvide.

    Cuenta García Márquez que el sistema de los carteles, aunque efectivo, hacía necesario tal esfuerzo que, finalmente, de puro cansancio se dejó de utilizar. Así, los residentes de Macondo decidieron que era más cómodo vivir en la realidad imaginaria inventada por ellos mismos. En la medicina parece que nos ha pasado un poco igual: hemos convertido el olvido en algo constitucional y hemos decidido, en este sentido, construir nuestra propia versión de lo que pasa, en un estilo de realismo más o menos mágico.

    Residencias de mayores

    Las aterradoras noticias surgidas a raíz de la situación vivida estos días en algunas residencias de mayores no son, una vez más, simples errores o casualidades. Son, por el contrario, consecuencia de una forma concreta de gestionar y administrar los recursos públicos y de un determinado marco cultural, económico y legislativo que impacta en cómo las personas y familias pueden hacer frente a las tareas de cuidado. El esfuerzo ingente y comprometido de sanitarios y el resto de trabajadores imprescindibles, en condiciones con demasiada frecuencia intolerables, no puede quedar huérfano de una reflexión sobre el lugar que, como sociedad, otorgamos a la muerte.

    Los muertos existen

    Quizá nuestras zonas rurales vacías algún día puedan funcionar como un particular remake de Cien años de soledad, con la historia, por ejemplo, de un enterrador que se encuentre con el irónico panorama de que en el pueblo ya no quede nadie a quien enterrar. Si queremos evitarlo, tal vez deberíamos tomar ejemplo de las gentes de Macondo. Puede ser que no estuviera de más comenzar a instalar, al menos en las puertas de los apuntes y libros de universidad, carteles con unas letras bien grandes que nos recordaran periódica y tranquilamente:

    los muertos existen.

    Ojalá a los que sí tenemos una segunda oportunidad sobre la tierra no se nos vuelva a olvidar.

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