• Isidro Moya: la excepción en la cirugía de párkinson

    Estaba sentado en la silla de ruedas, con la baba caída, la mirada perdida y sin articular palabra. Esperaba en un pasillo del Hospital General Universitario de Albacete el turno en la consulta de Neurología, pero ya había dicho a su familia que se rendía, que su lucha contra el párkinson había llegado hasta aquí, que no seguía.

    De repente, la neuróloga claudicó ante sus súplicas, le apagó el aparato que conectaba con su cerebro y le dio la medicación. En cuestión de minutos, reaccionó como Lázaro, como si alguien le hubiese dicho levántate y anda. Isidro Moya volvió a ser el que era antes de la operación. Y es que, contra todo pronóstico, la intervención de neurocirugía que le tendría que haber dado una larga tregua, le provocó un avance en los síntomas tan grande que se había convertido en una sombra de lo que era.

    Policía Local jubilado, el diagnóstico de párkinson le llegó a Isidro con 55 años. A los 68, los médicos le aconsejaron una complicada cirugía para dominar los temblores. Más de seis horas de quirófano y despierto. Sin embargo, lo más duro era retirar la medicación días antes de la intervención.

    Hasta en cuatro ocasiones, Isidro se mentalizó para entrar en quirófano y asumió los terribles efectos secundarios que acompañaban al abandono de la medicación. Martes tras martes, las circunstancias, averías y falta de camas, le obligaban a volver a empezar. Pero, finalmente, lo consiguió.

    La complicada cirugía de párkinson que debía darle calidad de vida lo dejó en una silla de ruedas

    La intervención la recuerda como una auténtica pesadilla. Escuchaba los golpes en su cabeza, sentía calambres en las extremidades y, mientras tanto, aunque despierto, no podía moverse. Hubiese merecido la pena, si la operación para colocarle en el cerebro los electrodos que le permitirían controlar el párkinson con menos medicación hubiera funcionado. Pero no fue así.

    Isidro Moya fue de mal en peor. Lejos de mejorar, fue retrocediendo por días. Le subían la intensidad de las descargas, le cambiaban medicaciones y nada funcionaba. Él insistía en que algo fallaba, pero nadie daba crédito. Hasta que un día, después de cuatro meses en una silla de ruedas, la neuróloga optó por apagar el dispositivo.

    Hasta que un día, después de cuatro meses en una silla de ruedas, la neuróloga opto por apagar el dispositivo

    Hoy, Isidro tiene 70 años, toma un sinfín de pastillas, fruto de quince años tratando de frenar los síntomas del párkinson, pero camina, habla y quiere que su testimonio sirva para que los que vengan detrás no tengan que pasar por lo mismo.

    Sufre una enfermedad degenerativa que no es mortal, pero que tampoco tiene cura. Es una batalla que el paciente tiene librar con el médico y aquí cada enfermo es un mundo.